Epílogo
Extravagancias de la edición impresa
Voy a ver a una amiga. Voy rápido porque es horrible llegar tarde. Al final llego media hora antes. Estiro la mano para abrir la puerta del café donde quedamos y al final cierro el puño en el aire y doy una vuelta por el barrio, aún más rápido que antes. Quizás tenga problemas con la gente, y por eso es que voy rápido. Quizás alguien me sigue. Me doy la vuelta y confirmo que un hombre me sigue. Lo miro mal para desanimarlo y no se desanima, acelera. Me entra la risa porque Buenos Aires está mal iluminada. De noche es fácil esconderse. Me meto en un callejón y recién ahí me acuerdo: ya no vivo en Buenos Aires, me fui hace quince años, vivo en Madrid. El tipo entra al callejón, mete una mano en el bolsillo y ahí por fin descubro lo que quiere, que es simplemente darme dinero. No sé cómo lo descubro, pero me acerco con la mano abierta y muy contento. El tipo busca algo en el bolsillo. Pasa una eternidad. Que me dé el dinero de una puta vez, no quiero llegar tarde.
Me gusta una chica del trabajo. Salimos juntos, nos quedamos hablando hasta tarde. Yo no intento nada. Después me voy a casa y no puedo dejar de pensar en ella. Escribo todo lo que no me atrevo a decir. Una noche se queda callada; puedo oler su perfume, me encanta su perfume. Me acerca la cara y yo se la beso. Pero porque me gusta besar, ya no la quiero, ahora quiero a otra. Nos despedimos y me voy a casa. Quiero estar solo, pensar en la chica nueva. Escribir todo lo que no me voy a atrever a decirle.
Una embarazada frena el coche y habla bajito. No la escucho. Sigue hablando y no la escucho. Me dice que suba y subo, porque el coche es de los caros. Entonces traba las puertas y arranca sin mirar si venía alguien. Se salta un semáforo, insulta a la gente, y su cara me suena. Últimamente mis amigos me dicen que hice cosas que no logro recordar. Sinceramente, no recuerdo a ninguna embarazada.
Voy en tren y hay dos señoras. Una está ansiosa, dice: «El que plantó estos árboles es un genio». Yo no voy pensando en nada, así que al rato sigo escuchando esas palabras, y las cambio, me parece: «El que se trepe a estos árboles será un genio». Bajo del tren nervioso y me trepo a un árbol. Apenas siento el efecto prometido por la señora.
Un señor entra a robar y no me mata de milagro, porque el tipo está borracho. Me dispara pero no me da. Se lleva todo lo que puede. Algunas cosas se le caen. Un encanto de señor. A la semana lo encuentro y el que dispara soy yo. Y puede que también esté borracho, porque tampoco le doy. El hijo de puta está encogido en un rincón. Le pregunto si está listo, que yo estoy listo, ahora sí. Entonces le doy la espalda, así si le doy, como mucho es un accidente. Al rato me doy la vuelta y no lo encuentro. Lo maté de la forma más pura imaginable: lo hice desaparecer.
Una señora me dice que no hay problema y yo le estoy infinitamente agradecido, me quita la ropa. Insiste que sin condón y yo de acuerdo, sin condón. Se la meto, acabo rápido, acabo dentro. Ella se arregla un poco y se va. Me alegro, la verdad, buena gente la señora. Creo que es buena gente, no la conozco.
Escribo emocionado la última página de un libro, seguro de que gracias a una serie de pistas muy sutiles que he dejado, sobre todo en el final, la gente va a pensar que soy un genio.